Volumen: I | #

Mirando hacia atrás y tratando de recordar, compruebo que mi ingreso a la política fue un largo proceso que se remonta a mi propia infancia, pero que, en verdad, tiene dos fases: la primera está compuesta de contactos, generalmente no conscientes, con la política; y la segunda, formada por actos deliberados. Narraré ambos.

La primera vez que me di cuenta de que existía un Presidente en Chile se produjo en Viña del Mar, donde vivíamos, a raíz de la muerte de uno de ellos: don Pedro Aguirre Cerda en 1941 (Radical, había sido elegido, en votación estrecha, en 1938, encabezando el Frente Popular. Derrotó al candidato derechista Gustavo Ross). Yo tenía cuatro años y escuché en una radio, que hoy sería objeto para un coleccionista de antigüedades, y que permanecía encendida en mi casa por muchas horas todos los días, que daban una y otra vez la noticia de que había fallecido el mencionado mandatario. Le pregunté a mi madre algunos detalles y pronto inventé un juego, en que yo era don Pedro y mis dos hermanos menores (Gustavo y Enrique) los "Pedritos". Este fugaz contacto con un hecho importante de la vida nacional no pasó más allá de esta inocentada, pero permaneció en la memoria de mi madre, que muchas veces contó la anécdota y que, tal vez por eso, se me grabó.

Un buen tiempo después, en 1946, cuando ya tenía 9 años de edad, volvió a morir un Presidente durante su mandato, don Juan Antonio Ríos . Esta vez tomé más conciencia de la política, no tanto por la circunstancia de la muerte misma (¡no jugué esta vez a los "Juanitos"!), como por el hecho posterior, las elecciones presidenciales, que se llevaron a cabo algunas semanas más tarde. Hubo varios sucesos que me llamaron la atención durante la campaña y respecto de los cuales hice, por primera vez con bastante curiosidad, algunas preguntas. Por ejemplo, me intrigó el hecho de que a un candidato lo presentara la revista satírica "Topaze" con una vela encendida puesta sobre su cabeza. Se trataba de don Eduardo Cruz-Coke, candidato conservador social cristiano, a quien los caricaturistas lo presentaban como un iluminado. ¡De ahí la vela en su cabeza! Tuve más tarde la suerte de conocer muy de cerca a su esposa, ya viuda, y a sus hijos, nietos y bisnietos, y trabar amistad con toda esa ya gran familia. También en el Colegio Alemán de Valparaíso, donde cursaba el segundo año básico (Segunda Preparatoria se llamaba entonces), sentí la atmósfera de la batalla presidencial. Sin saber bien de qué se hablaba, algunos alumnos se abanderizaban por los diversos candidatos. Como supe que mi padre era partidario de Gabriel González Videla, que fue al final el candidato triunfante, me declaré partidario suyo, como quien se muestra partidario de un determinado club deportivo. Conforme a mis definiciones políticas posteriores, mi candidato de ese entonces debió ser Cruz-Coke. Pero para tomar ese tipo de decisiones me faltaba todavía algún tiempo.

En 1952, cursando el cuarto año de humanidades (Segundo Medio de hoy) en el Liceo Eduardo de la Barra de Valparaíso, volví a estar con el candidato de mi padre, el radical Pedro Enrique Alfonso. Mi interés por la contienda fue, esta vez, bastante grande. Sobretodo, me llamó la atención la alarma de mi padre por la posibilidad, que en definitiva se concretó, de que triunfara Carlos Ibáñez del Campo, un ex-general que había gobernado dictatorialmente entre 1927 y 1931. Fue en ese momento, creo, que mi padre contó su experiencia tenida al derrumbarse ese gobierno fuerte. Nativo de Valparaíso, vivió en Santiago cuando era estudiante de odontología en la Universidad de Chile. Durante la toma de su Casa Central en los días previos a la caída del dictador, él había colaborado desde afuera, llevando provisiones a los que estaban dentro. (Curiosamente, en ese lugar se encontraba un hombre, del que hablaré después, al que me unieron los ideales políticos, la amistad personal y respecto del cual, como ya lo indiqué, escribí un libro: Bernardo Leighton. No sería nada de extraño que Leighton haya comido alguna provisión llevada por mi padre, lo que, de haber sucedido, transformaría el hecho en una de esas maravillosas y misteriosas conexiones que se dan con alguna frecuencia en la vida de todos los seres humanos.) El triunfo democrático de este ex-dictador en 1952 llevó a mi padre a inscribirse de inmediato como miembro activo del Partido Radical, a pesar de que tendía más a tener una posición independiente.

De los hechos internacionales tuve, hasta esa fecha, mucho menos conciencia. Vagamente oí hablar algunas veces de la guerra mundial, pero, como no existía TV y yo iba poco al cine y sólo a ver películas para niños, ese hecho tan terrible pasó por mi mente como una abstracción, casi como un cuento lejano. Sólo una vez tuve una experiencia más directa que se me grabó. Sucedió cuando llegó desde Alemania una pariente no tan lejana, la tía Anita Boye, hermana de mi abuelo paterno. La fuimos a ver, mis padres y yo, a la Intendencia de Valparaíso, a la casa del Intendente de ese momento, don Humberto Molina Luco, emparentado políticamente con mi familia paterna. Me impresionó lo flaca y vieja que estaba; pero el mayor impacto lo sufrí, en todo caso, con su muerte un poco después, que fue atribuida al estado de desnutrición en que se encontraba como consecuencia de la guerra y del cual no pudo recuperarse en Chile. Pobrecita. De nada le valió el tremendo esfuerzo del viaje. Llegó tarde al lugar donde pensaba superar a lo menos sus males físicos. Creo que fue en ese momento, a través de una experiencia con rostro real, que me di cuenta y llegué a pensar que la guerra era algo doloroso y dramático, algo malo, muy malo. Lo sigo creyendo hasta ahora, con muchas más razones que en ese momento.

El año 1952 fue muy importante para mí, pues marcó el momento en que comencé a mirar con más interés -y hasta con cierta seriedad- el mundo que me rodeaba. En marzo ingresé al Liceo "Eduardo de la Barra", dejando, después de 9 años, el Colegio Alemán, ambos de Valparaíso. Mi padre tuvo desde el comienzo de mi vida escolar esta idea de pasarnos, a todos los hermanos, a un liceo público, con el fin de que conociéramos mejor la verdadera situación de los chilenos medios. Este paso me acercó, efectivamente, más a la realidad chilena. El Colegio Alemán era, en verdad, un mundo aparte, algo artificial, que unía básicamente a las familias alemanas en torno a su lengua y su cultura. Nuestro origen alemán se había deslavado mucho con el tiempo, casi evaporado, de modo que éramos vistos en ese mundo como chilenos puros. El cambio me hizo bien, porque en el liceo pude sobresalir, gracias a la formación y disciplina inculcada en el Colegio Alemán (mi padre me bajaba las ínfulas que yo me daba diciéndome: "en el país de los ciegos el tuerto es rey"...). Además, me vinculó de verdad a la vida de la mayoría de los ciudadanos de clase media de ese entonces.

Cuando ingresé al liceo comencé a interesarme por todo. De repente, me gustó la literatura, la historia, la filosofía y la psicología. Los ramos científicos, como la matemática, la física y la química, dejaron de motivarme. Hasta ese momento había sentido una cierta inclinación por la química, llegando a armar en casa un pequeño laboratorio donde hacía experimentos. Lo hice con no poca preocupación de mis padres, que temían pudiese suceder algo grave causado por alguna incompetencia mía, como cuando quise fabricar, por pura curiosidad, algo de pólvora... Al final nada pasó, tal vez porque fracasé en mi intento de producir el explosivo...

De política empecé a informarme por la radio. Escuchaba regularmente el programa "Tribuna Política", de Luis Hernández Parker, que se transmitía todos los martes, jueves y sábado, a las 13,45, por Radio Minería. Sus comentarios tenían una cierta calidad analítica, pero, por encima de todo, estaban llenos de informaciones exclusivas, bien reporteadas. Era en verdad un gran periodista, un maestro formado en la práctica, ya fallecido, a quien tuve el privilegio de conocer personalmente y compartir muchas conversaciones con él en Chile y en otros lugares del mundo. Recuerdo particularmente una estadía de él en Nueva York, donde tuvimos oportunidad de vernos y conversar intensamente a lo largo de varios días. Aprendí mucho de él y de su vastísima experiencia con el mundo de la política.

Pese a mi interés por la política, sólo ingresé a ella plenamente una vez que estuve en la Universidad y tampoco lo hice en el primer momento. Aunque fui elegido delegado de curso del primer año de derecho, ello se hizo sin connotación política alguna. Mi primer contacto con una institución privada dentro del ámbito universitario se produjo con la Acción Universitaria Católica, AUC, a la que ingresé muy decididamente, a causa de mi retorno al catolicismo producido en los últimos cinco meses de 1954, durante el restablecimiento de una enfermedad al pulmón de mediana gravedad, que me mantuvo fuera de la circulación y muy concentrado en no más de una docena de libros que cambiaron mi visión del mundo y le dieron un sentido a muchas intuiciones que tenía en ese entonces. Fue en ese tiempo cuando leí por primera vez a Jacques Maritain, concretamente su “Humanismo Integral”, sin entenderlo casi, a Lecomte du Nouy (“El destino humano” y “El porvenir del espíritu”) y a Alexis Carrel (“La incógnita del hombre”), a los que entendí mucho más y que me fascinaron y ampliaron mi visión del mundo por primera vez.

Mis inclinaciones políticas comenzaron, ya saliendo del Liceo, a dirigirse muy resueltamente hacia la Falange Nacional (FN), fuerza joven y pequeña en esa época, pero muy atractiva para muchos jóvenes inquietos por la situación social de los más pobres y poco inclinados a aceptar las soluciones ofrecidas por los partidos marxistas. Alcancé a ser militante de ella durante un año y medio. La FN, fusionada con otros partidos (Partido Conservador Social Cristiano y Partido Nacional Cristiano), se convirtió en 1957 en el Partido Demócrata Cristiano de Chile (PDC). En su seno destacaban por esos años las figuras de Eduardo Frei Montalva, Radomiro Tomic y Bernardo Leighton, a las que se sumaban muchas más, quizá de menor relieve o peso político en ese momento, pero también influyentes y a menudo muy carismáticas. Con el tiempo fui conociendo a todos y cada uno de estos personajes en forma directa, hasta llegar a trabajar al lado de algunos de ellos en diversas ocasiones y circunstancias, que ya relataré. Debo decir, miradas las cosas desde la perspectiva de los años (prácticamente más de medio siglo), que de todos aprendí mucho y que formaron un grupo muy selecto de hombres honestos, inteligentes, visionarios, modernos y bien intencionados, que concibieron y practicaron la política como un servicio y se entregaron a Chile como muy pocos a lo largo de su historia. Me incorporé como militante activo del PDC desde el primer momento, pues ya estaba inscrito en la FN. A partir de entonces, siempre estuve en el mismo partido, acompañándolo en los buenos y los malos momentos. Por eso lo conozco tanto y le tengo mucho afecto. Ha sido mi hogar político. Sin embargo, no veo al PDC como si se tratara de una iglesia, obligado a durar en el tiempo. En algún momento se va a agotar y va a desaparecer o va a quedar reducido a la mínima expresión. Esto es normal. En 1965 vi desaparecer, por ejemplo, a dos partidos más que centenarios, el Liberal y el Conservador, que se fusionaron y dieron nacimiento al Partido Nacional, dominado por corrientes nacionalistas duras, que opacaron y asfixiaron la vocación democrática de muchos de los viejos líderes de las dos tiendas. La DC también desaparecerá algún día, dejando una estela de aciertos y errores que deberán evaluar los historiadores futuros. O, a lo menos, quedará reducida como el Partido Radical, otro conglomerado más que centenario que ahora constituye una pequeña fracción, o como el Partido Comunista, que perdió su impulso con la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética y quedó reducido a una fracción también pequeña.

A partir de mi ingreso a la Falange Nacional ya no abandoné la política nunca más. Aunque hoy la ejerzo sin someterme a una militancia muy activa, no la pierdo de vista y participo cuando puedo en ella. La considero un oficio noble, sacrificado y totalmente necesario para el bien común. Estimo una gran hipocresía su satanización por parte de sectores que quieren practicarla sin tener competencia al frente, esto es, por parte de quienes no son demócratas. En Chile ha sido la derecha el sector proclive a este discurso desprestigiador de la política. A lo largo de estas páginas, que recogen momentos de su accidentada historia, nos encontraremos con este fenómeno con bastante frecuencia.